Fue entonces, bajo un sol aplastante,

una de esas tardes de verano en que el tiempo se detiene,

cuando el aire espeso penetra en cada poro.

 

Silencio absoluto, mirada al cielo,

y entonces me di cuenta,

en esta soledad de miles de kilómetros,

tengo alma de fiera.

 

Necesito el sentir de la captura,

El sabor de la violencia,

destrozar seres confiados

para saciar mi gula de pecado.

 

Es el olor, lo sé,

ya no puedo parar, nunca he podido,

es la mente que se nubla y la conciencia que se pierde,

es el alma que crece y la energía que brota,

la mirada fija solicita con insistencia.

 

Es el aliento agitado.

Es la razón de ser.

 

Cada caza es una perdida,

es un trozo de alma que entregamos,

no hay razón en la conquista si no amamos en ella.

 

Después viene el vacío insoportable,

nunca recuperamos aquello que hemos entregado.

 

Engordar el ego de la bestia con cada nueva presa,

no hay remordimiento,

no es más que dejar vagar la mente

no es más que arrastrase por los indómitos mundos ancestrales.

¡Que más podemos hacer para torturarnos!

El lobo siempre sufre,

enamorado del cordero,

no puede salvarse.

Otra dulce alma distinta de la suya

y no existe opción para el acercamiento.

¡Que eterna soledad!

 

Y aún sabiendo todo esto

no poder renunciar a la batalla.

 

Y cuando el dolor más se acrecienta

y es mayor la soledad y el sufrimiento,

con más ahínco entramos a una nueva pieza,

deseando desfigurar la anterior derrota

que siempre nos alcanza.